El legado del Capitán Schuberg
Con andar pesado, consecuencia de los achaques de la edad y de los excesos propios de una azarosa vida de mar no exenta de alcohol, tabaco y damas de moral distraída, el capitán Carl Schuberg se dirigió al castillo de popa en medio del aullido del viento y el furioso azote de las ráfagas de agua que barrían la inclinada cubierta como látigos sa-lados. El cielo, oscuro como un presagio de muerte, se desgarraba por momentos al paso de los relámpagos que revelaban la silueta quebrada del viejo navío luchando por mantenerse a flote entre las montañas líquidas que lo rodeaban.RedacciónViernes, 7 de noviembre de 2025
Mario Suárez Rosa: "Santa Cruz de La Palma y el velero `Pamir´: de la historia al recuerdo (y VII)"
Allí, aferrado al cabestrante, le aguardaba el primer oficial, Jürgen Ganz, con gesto serio pero sereno, el rostro curtido y la mirada fija en el horizonte, como si intentara adivinar de entre las fauces de la tormenta la ruta hacia la salvación.
—Buenos días, señor —dijo Ganz, elevando la voz para imponerse al bramido del temporal.
—Buenos días, Jürgen —respondió Schuberg con voz ronca, tan antigua como los océanos que había surcado.
—El viento ha arreciado más de lo esperado durante la noche. Hemos roto varias jarcias del trinquete y he ordenado cargar las velas altas por miedo a perder la arboladura. Las bombas trabajan a tope, aunque la escora no mejora —informó el oficial, intentando mantener la compostura.
El viejo buque se acostaba peligrosamente sobre su banda de babor. Cada crujido del casco era un recordatorio de que un solo golpe de mar podría condenar al barco a las profundidades. La maldita tormenta, lejos de amainar, crecía con un ímpetu que parecía alimentarse del miedo de los hombres.
Schuberg dio la espalda a su oficial y se giró hacia popa. Ganz lo observó inclinar la cabeza y juntar las manos en un gesto que se había convertido en leyenda. Algunos aseguraban que rezaba; otros, que meditaba en comunión con el propio océano. No faltaba quien juraba que guardaba en su chaquetón un pequeño cofre con un genio, un espíritu antiguo que le susurraba el siguiente movimiento.
Fuera cual fuese la verdad, aquel ritual era inseparable de su reputación: el hombre que había derrotado más tempestades que cualquier otro capitán vivo.
Tras apenas dos minutos, el Capitán se giró hacia el timonel y tronó:
—¡Timonel, 20 grados a estribor!
—¡20 grados a estribor, señor!
—Señor Ganz, carguen las velas de mayor y trinquete.
—A la orden.
El barco giró pesadamente, clavando la proa en la furiosa mar. La tripulación, convertida en tropa de simios resbaladizos, trepaba por los palos para recoger las velas, que empapadas de agua y sal podían pesar como si cargaran con toda la furia de Neptuno.
Poco a poco el navío se fue adrizando al quedar proa al viento, aunque la línea de flotación seguía estando bajo una amenaza silente.
Ganz se acercó nuevamente al capitán.
—Señor, si seguimos así puede que el barco no aguante. Quizá si arrumbáramos…
Schuberg lo interrumpió con un brillo desafiante en los ojos:
—Sé lo que piensa, Jürgen. Que deberíamos correr el temporal y caer hacia las Canarias. Pero no voy a cambiar el rumbo en mi último mando. Esta tormenta no puede durar mucho más ni pretender subir tan al norte. No tema: no nos pasará lo que al Pamir.
A Jürgen se le heló la sangre. Dos años atrás, el Pamir, un coloso de cuatro palos, había desaparecido bajo el Carrie, un huracán que se prolongó durante veinte días, arrancando vidas y certezas, y que ascendió hasta las costas británicas desafiando toda lógica marina.
Tras un breve silencio, Schuberg habló con una calma que contrastaba con el caos del entorno.
—¿Sabe que yo navegué en el Pamir?
—Todos lo sabemos, señor. Usted estuvo en La Palma durante la Gran Guerra.
El capitán sonrió apenas, como quien abre un baúl de recuerdos que duelen, pero reconfortan.
—Cinco años en esa isla. Nadie pensó que la estancia sería tan larga. Pero… no lo pasamos tan mal.
—¿No fueron seis años, señor?
—Bueno, yo me fugué. Con un buen amigo: Johannes Diebitsch.
—¿El último capitán del Pamir?
—Ese mismo —respondió con un destello de orgullo—. Nos hicimos con un pequeño velero del vicecónsul inglés en la isla. I’ll Try se llamaba, y vaya si lo intentamos. Llegamos a Tenerife, luego a Lanzarote… hasta que nos atraparon y nos enviaron a Cádiz. De allí también escapamos, pero… —el capitán dejó la frase suspendida en el aire, como un cabo suelto azotado por el viento— esa es otra historia.
Ganz respiró hondo y se atrevió a tocar el tema que lo atormentaba:
—El Pamir terminó mal, señor… para casi todos.
Los ojos de Schuberg se volvieron más profundos que la propia noche.
—Recuerde lo que dijo Anacarsis el Escita. A la pregunta de si eran más los vivos o los muertos, respondió: ¿Y en qué lugar pones a los que navegan?
Los que perecieron en el Pamir aún siguen navegando con nosotros.
Un estruendo producido al quebrar la madera muerta interrumpió la conversación. El palo trinquete cedió: el mástil se partió a la altura de la verga de gavia, hundiéndose en la mar mientras se llevaba consigo a cuatro hombres que cayeron al abismo sin tiempo siquiera de gritar. Otros dos quedaron bajo la estructura desplomada.
La mar, insaciable, reclamaba cada alma que pudiera.
El velero se convirtió en un péndulo enfurecido, galopando entre las olas como un corcel fuera de sí. Schuberg volvió a separarse, dirigiéndose a popa para realizar su gesto ritual. Algunos juraron ver su chaquetón sacudirse por un brillo extraño, como si un secreto bajo la tela despertara.
Tras unos minutos que parecieron eternos, rugió nuevamente:
—¡Timonel, 30 grados a babor!
—¡30 grados a babor!
—Ganz, arrojen al mar el mastelero roto y amárrenlo con las escotas. ¡Que sirva de ancla flotante!
—¡A la orden!
La maniobra fue desesperada, pero salvadora: el barco frenó parte de su loco cabeceo y recuperó un frágil equilibrio.
—No lo pasamos tan mal… —susurró Schuberg, como si la memoria lo arrastrara más que la tormenta.
—¿Señor?
—En La Palma. Recuerdo los bailes en la cubierta del Pamir, las chicas palmeras… De ahí surgieron varias bodas: Félix Kolber, Ferdinand Leopold… Un excelente ebanista.
Rio brevemente, aunque su mirada estaba ya muy lejos, más allá del tiempo y del océano.
—Nos acusaban de avituallar submarinos alemanes. ¡Bah! Decían que se nos acercaban luces en la noche. ¡Tendríamos que haber fondeado en la plaza de Santo Domingo para que nos vigilaran bien! —exclamó con ironía.
—Señor —imploró Ganz—. Con todo respeto… el barco…
Pero Schuberg ya no lo escuchaba. Se alejó unos pasos más hacia popa, uniendo las manos, inclinando la cabeza por última vez.
—Timonel… —empezó a decir.
El destino le arrebató la palabra; el pico de la cangreja del palo de mesana se soltó con violencia y golpeó su cabeza.
El viejo capitán cayó como un gigante vencido.
Ganz se lanzó hacia su mentor, tratando de encontrar un rastro de vida entre el hielo del océano y el silencio repentino. Pero no había nada.
El capitán que había doblegado huracanes, burlado la muerte en cien ocasiones y domado la furia de la mar, había sido derrotado por un simple palo.
Con manos temblorosas, Ganz cerró los ojos de aquel lobo de mar. El viento pareció enmudecer un instante para despedirlo.
Cuando se retiró, notó un bulto bajo el chaquetón del capitán. Una mezcla de respeto y desesperada curiosidad lo movieron a sacar un pequeño cofre. Lo abrió lentamente, esperando encontrar un prodigio, un mapa oculto, una revelación divina.
Dentro solo había un papel amarillento, doblado con sumo cuidado. La perfecta caligrafía rezaba:
Estribor = Derecha
Babor = Izquierda
Ganz sonrió, triste.
Quizá ese era el auténtico genio del cofre: recordar que, incluso en las peores tormentas,
las cosas sencillas son las que salvan la vida.

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