LA LEYENDA DE LOS SUBMARINOS
La dependencia económica de las Islas Canarias con Gran Bretaña era absoluta. Las exportaciones eran fundamentales para la economía isleña y ya se sabe que «poderoso caballero es don dinero». En ese sentido, parece atinada la opinión del cónsul norteamericano cuando sentenció en octubre de 1917 que «el pueblo español, según está representado en este distrito, es pesetófilo, y no germanófilo o aliadófilo». Esto explicaría el hecho de que, pese a promulgada neutralidad española, realmente los ingleses camparan a sus anchas.
Durante la estancia de la Pamir en la isla, la vigilancia de la Royal Navy era constante. Tanto es así, que ante cualquier movimiento sospechoso rápidamente aparecía un buque de guerra inglés. Un ejemplo de ello fue lo ocurrido en abril de 1915, cuando un temporal del sur provocó que el velero alemán rompiera sus amarras y terminara fondeado entre Barranco Seco y Martín Luis, al norte de la ciudad. En seguida hizo acto de presencia el crucero inglés Argonaut, cuyo capitán realizó una rápida visita a la capitanía del puerto. Finalmente, remolcada por el vapor frutero Sancho, la Pamir regresó a su fondeo bajo el Risco de la Concepción.
Es de suponer que la red de espías al servicio de los ingleses fuera bastante efectiva, pues estos tenían conocimiento de todo lo relacionado con el buque alemán, por el cual mostraban un interés inusitado. Desde nuestro punto de vista, este desmesurado interés fue lo que alimentó la aparición de distintas especulaciones como la leyenda de los submarinos alemanes que, supuestamente, visitaban al buque por las noches para llevarse el salitre de sus bodegas.
La prensa de la época se hacía eco de estas especulaciones como vemos en el periódico El Progreso de Santa Cruz de Tenerife: «[...] por qué y para qué, todas las noches sale del costado de la barca alemana Pamir, que se halla fondeada desde hace algunos días en el puerto de Santa Cruz de la Palma, con un cargamento de nitrato, un bote de la misma, a remo y a vela, dirigiéndose al Suroeste, remontando la punta del Ganado, permaneciendo toda la noche navegando, y regresando a dicha barca Pamir a la mañana siguiente? Porque es muy raro que de día permanezcan los tripulantes del Pamir inactivos y sea de noche cuando se les ocurra probar el andar de ese bote.»
Estos rumores, nunca confirmados, llegaron a exasperar a alguno de los tripulantes alemanes que incluso llegó a publicar un artículo a modo de queja en el periódico local La Organización:
Sufrimientos ridículos
Estoy de paseo por las calles de la ciudad. De repente me detiene un hombre, conocido mío. «¡Hola, amigo! ¿Qué hay?» «Ya ve Vd. Don Pepe, ¿algo nuevo?» «¿Ha visto Vd. el submarino ayer por la tarde? Bastante cerca de aquí estaba y nosotros aquí en tierra lo vimos todos. Muy extraño que ustedes los de la barca que ven todo lo que ocurre, no habrán visto también eso.»
¡Ah, ahora me acuerdo que a aquella hora, no muy lejos de Los Guinchos flotaba una manada de delfines, y así se lo digo al hombre. Pero este es más prudente y jura a todos los Santos del cielo que con sus propios ojos había visto un submarino. Yo le dejo hablar y sigo andando.
Entro en una fonda. Mucha gente, humo de cigarros, olor de vino. La gente está disputando, pero yo no me ocupo de lo que hablan. Pido un vaso de vino y un tabaco al tabernero y luego empiezo a leer un periódico publicado ayer. Lo primero que veo es, con letras grandes, «¡La piratería alemana! ¡Otro vapor español hundido cerca del Hierro! ¡Submarinos en nuestras aguas!»
[...]
¿A dónde irme ahora? Ya no quiero oír más esas tonterías, que como una epidemia inundan casi toda la población.
Yo lo sé y voy a visitar a don X y a su esposa, amables personas y muy juiciosas. Ya he llegado, toco a la puerta y una criada me abre. «¿Está don X en casa?» «Sí, señor, sírvase tomar asiento, voy a pasar recado.» Pocos momentos después viene el señor y me estrecha la mano cordialmente. Me dice que tengo que perdonar a su señora, pero ella, no esperándome, se había ido hace poco a dar un paseíto con una amiga íntima. Así hablamos y como es natural, no tarda mucho en llegar el momento en que todo el mundo está hablando ahora de la guerra. Don X está entusiasmado con los submarinos. ¡Oh, qué grandes éxitos han alcanzado últimamente! ¡Quién hubiera creído que esta pequeña arma iba a ser tan fuerte y tan influyente como son hoy día! ¡Y qué cerca están de aquí! Ya han llegado muchos náufragos de vapores hundidos cerca de estas islas Canarias. ¿Verdad que ustedes los de la barca siempre están en comunicación con sus compatriotas?
Pero don X ¿cómo puede ser eso? No tenemos nada para comunicarnos con ellos, y además ¿qué pueden pedirnos los submarinos a nosotros? ¿Tal vez comestibles? Ahora, como la embarcación de toda clase de víveres está vigilada tan rigurosamente y el Sr. cabo matrícula casi todas las noches pregunta al que lleva la carne para abordo: «¿Cuánta carne lleváis?» A nosotros los de a bordo se nos ha prohibido por la noche encender fósforos sobre cubierta, pues dice la gente que estamos dando señales de luz a los submarinos. «¡Sí hombre, pero ustedes llevan para a bordo tantas cosas, que no es posible que las usen solamente para su propia manutención! ¡Seguramente darán algo a sus compañeros que sufren la mala vida debajo del agua!».
Mi última réplica que nosotros siendo de otra «raza», comemos más que los españoles, es para orejas sordas, y no queriendo disputar más, me despido de don X, simulando una convención...
¡Oh, qué mala enfermedad es esa, no para los atacados por ella, sino para los que están en contacto con los enfermos...!
¿Qué querrá esa mujer? ¿Me llama? Pues ¡a la buena suerte! Aunque ya sospecho lo que ella quiere, sin embargo ¡veré!
Una mujer, no muy joven, vestida de luto, pero capaz de hablar como un gramófono.
—¡Mire, Vd. es alemán! —Buen prólogo, y no puedo ni quiero negarlo.
—¡Qué pícaros son los alemanes con los submarinos! —Me río, la misma cosa de siempre, ahora en verde.
—¿No se ríe Vd.? Pues yo he visto todas las maniobras que ustedes están haciendo en el Pamir.
—¡Pero, mujer de Dios, dígame lo que ha visto!
—Bien. Escuche Vd. Una noche de noviembre del año pasado me levanté a media noche para calentar leche a mi marido que estaba muy malo; y por casualidad vi por la ventana a la barca Pamir. Y ¡me asusté! De repente apagó la luz blanca que se tiene puesta todas las noches y enseguida apareció una luz verde en el tope del palo mayor. Luego apagó y en el mismo sitio se veía una luz encarnada. Ya no podía apartar la mirada de tan misteriosos sucesos y atiesada miraba a la barca. Apagó esta luz también y ahora vi una cosa oscura flotando delante de la barca, una cosa alumbrada por dentro. ¡Era un sumergible! Flotaba y al costado del Pamir, donde está la escala real, se quedó inmóvil. Un hombre con farol encendido en la mano bajó la escalera y luego subió otra vez. Seguramente habrá recibido al comandante del submarino.
Yo ya sin poder aguardar más, me huyo dando a la mujer el consejo de ponerse hielo en la frente y en los pies para no delirar con tan viveza otra vez.
Y estando junto, por fin, con la chica para hablar cosas de amor..., ella pregunta pícaramente: —A mí puedes decírmelo, ¿no vienen submarinos al Pamir?
Yo creo que el único remedio para una curación será poner el Pamir en la Plaza de Santo Domingo, para que todos puedan vigilarlo sin la menor molestia, y no tengan que despertarse y levantarse por las noches para ver luces de colores y misteriosas señales para los submarinos.
¡Gracias a Dios que las dignas autoridades no sufren también esa enfermedad, pues de lo contrario...!
Ygittigitt
«Pamir» 25 de marzo de 1918
La palabra utilizada para firmar el escrito se traduce del alemán como “puaj”: «qué asco», aunque creemos que fue redactado por Félix Ganz ya que este marinero publicó anteriormente varios artículos en el mismo periódico.
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